Después del rey Pablo, vino el rey Julián, y después nuestro rey actual, el rey Andrés. Desde que el pueblo podía reunirse una vez a la semana, hasta las doce, para comerciar, relacionarse, divertirse un poco y, sobretodo, compartir chismes sobre los otros vecinos, se respiraba otro ambiente. Mucha gente había olvidado o, al menos lo simulaba, a María y al resto de ladrones de trigo. El nuestro era un reino feliz, tranquilo, gobernado por un rey que esperábamos fuera igual a su padre: poco dado a los cambios y a la acción.
Sin embargo, no fue así. Al poco de ascender al trono, Jonás
bisnieto (que, como sus antepasados antes, era el jefe de la guardia real) nos
convocó a la plaza del castillo. Allí se nos comunicó que, desde aquel mismo
momento, al día se le llamaría noche, a la noche lenteja y quedaba
terminantemente prohibido volver a usar la palabra día. Todo aquel que
incumpliera la norma recibiría unos azotes y pasaría tres noches y sus
correspondientes lentejas en la prisión del castillo.
La noticia fue recibida con estupefacción, por un lado, y
con regocijo por el otro. Este rey iba a resultar más divertido que el
anterior, Julián, a quien en secreto se apodaba como el soso. Era una norma un
tanto excéntrica, pero divertida y fácil de cumplir. Los súbditos no vimos
ninguna razón para no hacerlo, al fin y al cabo el pobre rey debía de aburrirse
mucho todo el día encerrado en el castillo. Nos propusimos cumplirlo, como un
juego. Nadie creía que realmente se fuera a aplicar el castigo. Al poco tiempo
cayeron los primeros incautos, gente poco avispada o pendenciera a la que no
vino mal el castigo, según dijeron muchos. Solo la vieja Paca se negó
abiertamente a cumplir la norma y desde entonces pasaba la mayor parte del
tiempo en el calabozo.
Después, nos acostumbramos. Noche tras noche, la vida
transcurría tranquila en la aldea, los sábados en el mercado se intercambiaban
productos y chismorreos. Por aquel entonces causaba sensación el vientre de la
hija del tabernero, cada día más abultado. Nos sorprendía verla pasear bajo el
sol de la medianoche, con la cabeza alta, los brazos descubiertos y una sonrisa
de superioridad que no cuadraba con su delicada situación.
El segundo comunicado del rey Andrés ya no nos hizo tanta
gracia. Según la nueva disposición, al sol se le llamaría Andrés, y a la luna,
lenteja. Todo aquel que no cumpliera la norma pasaría tres noches y tres
lentejas en la prisión del castillo. Sin embargo, era una noche de mercado y el
Andrés brillaba como nunca, teníamos ganas de divertirnos. Así que seguimos
tomando cerveza y comentando la panza de la hija del tabernero, que cada día
estaba más redonda, como una lenteja llena.
Huelga decir que a este segundo comunicado le siguieron un
tercero, un cuarto, un quinto… La vida se volvió complicada, nadie sabía qué le
iban a dar en la compra, ya que uno podía pedir lentejas y al darle el tendero
lentejas tenía que conformarse fueran o no las lentejas que uno había pedido.
Las madres estaban desesperadas porque los niños no querían comer porque decían
que siempre había lentejas, y cuando los llamaban nunca hacían caso. Afirmaban,
ante la desesperación de sus padres, que ellos no se llamaban Lenteja, sino
Juan o Petra o Casilda, todos los nombres que poco a poco habían ido
apareciendo en la lista de palabras proscritas. La escuela se cerró, ya que
todas las lecciones eran iguales y los padres no veían sentido a enviar a sus
hijos a recitar durante horas “lenteja por lenteja es igual a lenteja” y cosas
por el estilo. La vieja Paca pasaba más tiempo en la lenteja que fuera de ella,
y sin embargo se la veía contenta. Se reía de nosotros, decía que parecíamos
tontos y que cada día nos parecíamos más a nuestras palabras.
Nosotros estábamos dispuestos a obedecer los edictos, pero
es que incluso las noches de mercado habían dejado de ser divertidas. No solo
era que nos faltara el vino, ahora se bebía lenteja, que los intercambios
fueran imposibles, solo se podían conseguir lentejas. Es que los chismorreos,
las bromas y las chanzas habían dejado de tener aliciente. ¿A quién podía
interesar que la lenteja del tabernero tuviera un lentejo cada vez más lenteja?
Era insoportable. Esa fue la razón por la que nos amotinamos. Nos agolpamos a
las puertas del castillo, blandiendo lentejas y lentejas como armas, estábamos
dispuestos a derribar los muros del castillo, si era necesario.
Ni siquiera nos asustó ver acercarse a Jonás, pálido como la
lenteja. Nos pidió silencio, traía un nuevo comunicado del rey Andrés. La vieja
Paca nos conminó a seguir con el motín, a no escucharlo. Nada bueno nos había
llegado del castillo, decía. Pero Jonás, aunque pálido, venía acompañado de la
guardia real. Además, nosotros éramos gente de paz, y nos pareció de muy mal
gusto amotinarnos sin antes haber escuchado lo que el rey tenía que decirnos.
Jonás leyó solemnemente el comunicado. En él, el rey se
mostraba preocupado por nuestro malestar y había decidido que los edictos
promulgados hasta la fecha no tendrían validez el día de mercado. Ese era un
espacio libre, donde todos los súbditos podían decir libremente lo que
quisieran. Jonás y el resto de la guardia se asegurarían de que nuestra
libertad fuera respetada. Este comunicado fue recibido con una gran algarabía,
vítores y aplausos al rey y su guardia, gritos de agradecimiento. El mercado,
por una vez, se alargó más allá de las doce.
Y desde entonces, los súbditos del reino esperamos con
anhelo la llegada del sábado, ese día donde disfrutamos de la libertad de poder
decir lo que nos venga en gana, aunque no muy alto, eso sí.
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