sábado, 22 de enero de 2022

UN CUENTO MARAVILLOSO (3 de 3): LENTEJAS

Después del rey Pablo, vino el rey Julián, y después nuestro rey actual, el rey Andrés. Desde que el pueblo podía reunirse una vez a la semana, hasta las doce, para comerciar, relacionarse, divertirse un poco y, sobretodo, compartir chismes sobre los otros vecinos, se respiraba otro ambiente. Mucha gente había olvidado o, al menos lo simulaba, a María y al resto de ladrones de trigo. El nuestro era un reino feliz, tranquilo, gobernado por un rey que esperábamos fuera igual a su padre: poco dado a los cambios y a la acción.

Sin embargo, no fue así. Al poco de ascender al trono, Jonás bisnieto (que, como sus antepasados antes, era el jefe de la guardia real) nos convocó a la plaza del castillo. Allí se nos comunicó que, desde aquel mismo momento, al día se le llamaría noche, a la noche lenteja y quedaba terminantemente prohibido volver a usar la palabra día. Todo aquel que incumpliera la norma recibiría unos azotes y pasaría tres noches y sus correspondientes lentejas en la prisión del castillo.

La noticia fue recibida con estupefacción, por un lado, y con regocijo por el otro. Este rey iba a resultar más divertido que el anterior, Julián, a quien en secreto se apodaba como el soso. Era una norma un tanto excéntrica, pero divertida y fácil de cumplir. Los súbditos no vimos ninguna razón para no hacerlo, al fin y al cabo el pobre rey debía de aburrirse mucho todo el día encerrado en el castillo. Nos propusimos cumplirlo, como un juego. Nadie creía que realmente se fuera a aplicar el castigo. Al poco tiempo cayeron los primeros incautos, gente poco avispada o pendenciera a la que no vino mal el castigo, según dijeron muchos. Solo la vieja Paca se negó abiertamente a cumplir la norma y desde entonces pasaba la mayor parte del tiempo en el calabozo.

Después, nos acostumbramos. Noche tras noche, la vida transcurría tranquila en la aldea, los sábados en el mercado se intercambiaban productos y chismorreos. Por aquel entonces causaba sensación el vientre de la hija del tabernero, cada día más abultado. Nos sorprendía verla pasear bajo el sol de la medianoche, con la cabeza alta, los brazos descubiertos y una sonrisa de superioridad que no cuadraba con su delicada situación.

El segundo comunicado del rey Andrés ya no nos hizo tanta gracia. Según la nueva disposición, al sol se le llamaría Andrés, y a la luna, lenteja. Todo aquel que no cumpliera la norma pasaría tres noches y tres lentejas en la prisión del castillo. Sin embargo, era una noche de mercado y el Andrés brillaba como nunca, teníamos ganas de divertirnos. Así que seguimos tomando cerveza y comentando la panza de la hija del tabernero, que cada día estaba más redonda, como una lenteja llena.

Huelga decir que a este segundo comunicado le siguieron un tercero, un cuarto, un quinto… La vida se volvió complicada, nadie sabía qué le iban a dar en la compra, ya que uno podía pedir lentejas y al darle el tendero lentejas tenía que conformarse fueran o no las lentejas que uno había pedido. Las madres estaban desesperadas porque los niños no querían comer porque decían que siempre había lentejas, y cuando los llamaban nunca hacían caso. Afirmaban, ante la desesperación de sus padres, que ellos no se llamaban Lenteja, sino Juan o Petra o Casilda, todos los nombres que poco a poco habían ido apareciendo en la lista de palabras proscritas. La escuela se cerró, ya que todas las lecciones eran iguales y los padres no veían sentido a enviar a sus hijos a recitar durante horas “lenteja por lenteja es igual a lenteja” y cosas por el estilo. La vieja Paca pasaba más tiempo en la lenteja que fuera de ella, y sin embargo se la veía contenta. Se reía de nosotros, decía que parecíamos tontos y que cada día nos parecíamos más a nuestras palabras.

Nosotros estábamos dispuestos a obedecer los edictos, pero es que incluso las noches de mercado habían dejado de ser divertidas. No solo era que nos faltara el vino, ahora se bebía lenteja, que los intercambios fueran imposibles, solo se podían conseguir lentejas. Es que los chismorreos, las bromas y las chanzas habían dejado de tener aliciente. ¿A quién podía interesar que la lenteja del tabernero tuviera un lentejo cada vez más lenteja? Era insoportable. Esa fue la razón por la que nos amotinamos. Nos agolpamos a las puertas del castillo, blandiendo lentejas y lentejas como armas, estábamos dispuestos a derribar los muros del castillo, si era necesario.

Ni siquiera nos asustó ver acercarse a Jonás, pálido como la lenteja. Nos pidió silencio, traía un nuevo comunicado del rey Andrés. La vieja Paca nos conminó a seguir con el motín, a no escucharlo. Nada bueno nos había llegado del castillo, decía. Pero Jonás, aunque pálido, venía acompañado de la guardia real. Además, nosotros éramos gente de paz, y nos pareció de muy mal gusto amotinarnos sin antes haber escuchado lo que el rey tenía que decirnos.

Jonás leyó solemnemente el comunicado. En él, el rey se mostraba preocupado por nuestro malestar y había decidido que los edictos promulgados hasta la fecha no tendrían validez el día de mercado. Ese era un espacio libre, donde todos los súbditos podían decir libremente lo que quisieran. Jonás y el resto de la guardia se asegurarían de que nuestra libertad fuera respetada. Este comunicado fue recibido con una gran algarabía, vítores y aplausos al rey y su guardia, gritos de agradecimiento. El mercado, por una vez, se alargó más allá de las doce.

Y desde entonces, los súbditos del reino esperamos con anhelo la llegada del sábado, ese día donde disfrutamos de la libertad de poder decir lo que nos venga en gana, aunque no muy alto, eso sí.

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