jueves, 27 de enero de 2022

¿Y SI LO LLAMAMOS GUERRA?

Vamos a crear un ejército

 

Por cada una que caiga

caerán tres de vosotros

Cada violación

será devuelta

multiplicada por seis

 

Y por cada niño,

por cada uno

de los ataúdes blancos

correrá la sangre

de diez

 

No habrá objetivos claros

seréis víctimas aleatorias

Hoy podrías ser tú

O mañana

 

No habrá juicio ni alegato

solo vuestro terror

Lo sentiréis todos

al abrir cada día los ojos

 

No habrá espacio seguro

caeréis

tanto en casa

como en la calle

 

Será vuestra verdugo

una amante

una amiga

una madre

o una horda

de completas desconocidas

 

No habrá civiles

en esta guerra

no declarada

 

No seréis miles,

sino millones

los hombres en la calle

Clamando indignados

Pidiendo justicia

El final de tanta muerte absurda

tanta barbarie

 

Y solo entonces

Caminaremos juntos

pediremos lo mismo

 

El derecho a respirar

A ser libre

Y el final de una lucha

que nunca tuvo sentido

miércoles, 26 de enero de 2022

GEOMETRÍAS VARIAS

No poder llegar y

por eso

aplastar al de abajo

Será lugar común

pero es bien cierta

esta pirámide, esta trampa

donde no hay ápice

ni simetría

 

No poder más y

por eso

volverse masa

huir del plano, la línea recta

encontrar la fuerza

y punto de apoyo

para cambiarlo todo

la vida es, al fin, 

movimiento

 

Y que sea malo o duro

lo que encontremos

geometrías nuevas

cambios de escala

Yo quiero ser hipotenusa

y también parábola

ser infinita

y una bolita

muy chiquitita

imaginaria

irracional

algo asintótica

 

Salir del punto que me asignaron:

Exijo un cambio de coordenadas

que no me gustan las latitudes

que me han tocado

y no soporto esta estructura

mal diseñada

ya no se aguanta

nos daña a todos

 

Huir del plano es imperativo

Revolución fractal

Gente no uniforme, no uniformada

Solo libre

Autosimilar

sábado, 22 de enero de 2022

UN CUENTO MARAVILLOSO (3 de 3): LENTEJAS

Después del rey Pablo, vino el rey Julián, y después nuestro rey actual, el rey Andrés. Desde que el pueblo podía reunirse una vez a la semana, hasta las doce, para comerciar, relacionarse, divertirse un poco y, sobretodo, compartir chismes sobre los otros vecinos, se respiraba otro ambiente. Mucha gente había olvidado o, al menos lo simulaba, a María y al resto de ladrones de trigo. El nuestro era un reino feliz, tranquilo, gobernado por un rey que esperábamos fuera igual a su padre: poco dado a los cambios y a la acción.

Sin embargo, no fue así. Al poco de ascender al trono, Jonás bisnieto (que, como sus antepasados antes, era el jefe de la guardia real) nos convocó a la plaza del castillo. Allí se nos comunicó que, desde aquel mismo momento, al día se le llamaría noche, a la noche lenteja y quedaba terminantemente prohibido volver a usar la palabra día. Todo aquel que incumpliera la norma recibiría unos azotes y pasaría tres noches y sus correspondientes lentejas en la prisión del castillo.

La noticia fue recibida con estupefacción, por un lado, y con regocijo por el otro. Este rey iba a resultar más divertido que el anterior, Julián, a quien en secreto se apodaba como el soso. Era una norma un tanto excéntrica, pero divertida y fácil de cumplir. Los súbditos no vimos ninguna razón para no hacerlo, al fin y al cabo el pobre rey debía de aburrirse mucho todo el día encerrado en el castillo. Nos propusimos cumplirlo, como un juego. Nadie creía que realmente se fuera a aplicar el castigo. Al poco tiempo cayeron los primeros incautos, gente poco avispada o pendenciera a la que no vino mal el castigo, según dijeron muchos. Solo la vieja Paca se negó abiertamente a cumplir la norma y desde entonces pasaba la mayor parte del tiempo en el calabozo.

Después, nos acostumbramos. Noche tras noche, la vida transcurría tranquila en la aldea, los sábados en el mercado se intercambiaban productos y chismorreos. Por aquel entonces causaba sensación el vientre de la hija del tabernero, cada día más abultado. Nos sorprendía verla pasear bajo el sol de la medianoche, con la cabeza alta, los brazos descubiertos y una sonrisa de superioridad que no cuadraba con su delicada situación.

El segundo comunicado del rey Andrés ya no nos hizo tanta gracia. Según la nueva disposición, al sol se le llamaría Andrés, y a la luna, lenteja. Todo aquel que no cumpliera la norma pasaría tres noches y tres lentejas en la prisión del castillo. Sin embargo, era una noche de mercado y el Andrés brillaba como nunca, teníamos ganas de divertirnos. Así que seguimos tomando cerveza y comentando la panza de la hija del tabernero, que cada día estaba más redonda, como una lenteja llena.

Huelga decir que a este segundo comunicado le siguieron un tercero, un cuarto, un quinto… La vida se volvió complicada, nadie sabía qué le iban a dar en la compra, ya que uno podía pedir lentejas y al darle el tendero lentejas tenía que conformarse fueran o no las lentejas que uno había pedido. Las madres estaban desesperadas porque los niños no querían comer porque decían que siempre había lentejas, y cuando los llamaban nunca hacían caso. Afirmaban, ante la desesperación de sus padres, que ellos no se llamaban Lenteja, sino Juan o Petra o Casilda, todos los nombres que poco a poco habían ido apareciendo en la lista de palabras proscritas. La escuela se cerró, ya que todas las lecciones eran iguales y los padres no veían sentido a enviar a sus hijos a recitar durante horas “lenteja por lenteja es igual a lenteja” y cosas por el estilo. La vieja Paca pasaba más tiempo en la lenteja que fuera de ella, y sin embargo se la veía contenta. Se reía de nosotros, decía que parecíamos tontos y que cada día nos parecíamos más a nuestras palabras.

Nosotros estábamos dispuestos a obedecer los edictos, pero es que incluso las noches de mercado habían dejado de ser divertidas. No solo era que nos faltara el vino, ahora se bebía lenteja, que los intercambios fueran imposibles, solo se podían conseguir lentejas. Es que los chismorreos, las bromas y las chanzas habían dejado de tener aliciente. ¿A quién podía interesar que la lenteja del tabernero tuviera un lentejo cada vez más lenteja? Era insoportable. Esa fue la razón por la que nos amotinamos. Nos agolpamos a las puertas del castillo, blandiendo lentejas y lentejas como armas, estábamos dispuestos a derribar los muros del castillo, si era necesario.

Ni siquiera nos asustó ver acercarse a Jonás, pálido como la lenteja. Nos pidió silencio, traía un nuevo comunicado del rey Andrés. La vieja Paca nos conminó a seguir con el motín, a no escucharlo. Nada bueno nos había llegado del castillo, decía. Pero Jonás, aunque pálido, venía acompañado de la guardia real. Además, nosotros éramos gente de paz, y nos pareció de muy mal gusto amotinarnos sin antes haber escuchado lo que el rey tenía que decirnos.

Jonás leyó solemnemente el comunicado. En él, el rey se mostraba preocupado por nuestro malestar y había decidido que los edictos promulgados hasta la fecha no tendrían validez el día de mercado. Ese era un espacio libre, donde todos los súbditos podían decir libremente lo que quisieran. Jonás y el resto de la guardia se asegurarían de que nuestra libertad fuera respetada. Este comunicado fue recibido con una gran algarabía, vítores y aplausos al rey y su guardia, gritos de agradecimiento. El mercado, por una vez, se alargó más allá de las doce.

Y desde entonces, los súbditos del reino esperamos con anhelo la llegada del sábado, ese día donde disfrutamos de la libertad de poder decir lo que nos venga en gana, aunque no muy alto, eso sí.

UN CUENTO MARAVILLOSO (2 de 3): EL CALABOZO

 Del hijo del rey Enrique, el rey Pablo, nos acordábamos todos. Lo considerábamos un buen rey, a pesar de que la vieja Paca afirmaba que solo había un buen rey: el muerto. Se había ganado más de un sopapo y alguna noche en el calabozo por esas palabras, nada grave. Del rey Pablo poco sabíamos, lo veíamos en las fiestas anuales por su cumpleaños, le pagábamos los impuestos y nos manteníamos alejados de Jonás hijo, que había seguido los pasos de su padre y se había convertido en la mano derecha del rey. Como su padre, era un hombre más dado al sopapo que al diálogo, y no tenía sentido del humor. En una ocasión le pegó tal puñetazo a un juglar que le dedicó unos versos jocosos, que le saltó todos los dientes. El pobre pasó el resto de su vida alimentándose a base de purés y cremas. Fue este Jonás el que mandó construir la prisión en la aldea, ya que nunca antes se había utilizado tal cosa. Cierto es que el nuestro era un reino tranquilo, y que aparte de peleas, algún que otro robo, no teníamos muchos incidentes. Es más, cuando algo de esto pasaba, nos servía como distracción de las duras jornadas de trabajo.

Yo era un niño entonces, pero sé que la prisión nos provocó curiosidad al principio. Algunos se alegraron, decían que lo suyo era separar a la gente de bien de los maleantes. Otros, por el contrario, se quejaron de que había cosas más necesarias que construir una prisión. Por ejemplo, la plaza era muy pequeña y no teníamos ningún lugar para reunirnos. Decidieron formar una comisión para ir a hablar con el rey Pablo. Él los recibió muy amablemente, como siempre. Se decía que él era menos estirado que su padre, que sabía cómo comportarse. Les prometió pensar en ello y encontrar una solución, con lo que los aldeanos volvieron triunfantes. Se jactaron de que al rey solo había que explicarle las cosas bien, y que él proveería por el reino. Al fin y al cabo, ese era su cometido. Los demás aldeanos quedaron impresionados, todos pensaban que iban a volver con el rabo entre las piernas. Alguien sugirió que podían hablarle al rey de otros problemas, por ejemplo, los impuestos habían subido año tras año, incluso cuando se habían encadenado varias malas cosechas seguidas, como pasó entonces. Apenas habíamos conseguido pasar el pasado invierno, el presente prometía ser mucho más duro. Las reservas comunales ya no existían, nadie podía permitirse dejar parte de la cosecha como fondo común. Tal vez el rey, en su magnanimidad podría rebajar o incluso perdonar los impuestos de aquel año. O dejar que los jóvenes volvieran al campo, en lugar de estar en la guardia del rey. María, la hija de la vieja Paca, se entusiasmó, recogió las quejas de todos los aldeanos y los instó a organizarse. Era una mujer enérgica, la primera en salir al campo, dispuesta a ayudar y también a divertirse. Aunque era joven, todos la tenían por sabia y no era raro que acudieran a ella como mediadora en los conflictos, ya que la justicia del rey siempre acaba costando algo a ambas partes, y muchos aldeanos no se podían permitir esos pequeños costes que el rey sabía justificar tan bien.

Por eso fue una sorpresa para todos que se dedicara a robar grano de la siembra. Tenía la cuadra llena de sacos de trigo, tantos que resultaba imposible de explicar cómo los había escondido tan bien. Los aldeanos no daban crédito, no entendían cómo había podido acumular tanto grano. Se montó una turba, los aldeanos estaban dispuestos a acabar con ella. Solo la intervención de la guardia, con Jonás al frente, la salvó. La llevaron al calabozo, junto con sus padres y hermanos. Ella se fue con la cabeza alta, como si no tuviera nada de lo que avergonzarse. Aquella noche soltaron a Paca y los hermanos pequeños. A María, su padre y hermana mayor, los acusaron de traición, así como a los miembros de la comitiva. Según explicaba el edicto del rey, uno de los miembros (nunca se supo quién) de la banda de María se había arrepentido de sus pecados y había delatado al resto. La aldea quedó impactada, nadie sabía qué pensar y, por mucho trigo que hubiera robado, María era una persona muy querida en la aldea. La gente estaba preocupada, triste. Durante días no llegaron noticias del castillo, no se permitió la entrada ni salida de nadie.

El domingo siguiente, los ánimos estaban por los suelos. Cuando Jonás vino a convocarlos para el discurso del rey, la gente se acercó despacio, sin el habitual miedo a recibir un sopapo. Al llegar al castillo, quedaron sin palabras. Las puertas del patio estaban abiertas, el rey los saludaba desde un balcón elevado. Así les hizo saber que, dado que el bienestar de la aldea era una de sus preocupaciones, había decidido ceder el patio del castillo para que, una vez a la semana, se celebrara un mercado. Los ciudadanos podrían allí intercambiar sus mercancías, habría vino, baile, y un gran fuego. En fin, sería todo como antes. Nadie daba crédito, les pareció demasiado generoso para ser verdad. Del fondo de los corazones salió un grito espontáneo de “Viva el rey” y una salva de vítores recibió las jarras de vino que el rey les repartió generosamente. Aunque Paca comentó que esas eran las uvas recogidas por el pueblo, nadie le hizo caso, no querían que les amargaran la alegría del momento, esa muestra de afecto que les llegaba en un momento tan doloroso.

De María, su padre y hermana y el resto de ladrones de trigo no se volvió a hablar. Durante la semana se informó de que habían sido juzgados y ejecutados por traición, un juicio que, por precaución, se celebró a puerta cerrada. Los aldeanos estaban demasiado ocupados rellenando los impresos que les permitirían alquilar un puesto en el mercado, intentando obtener el mejor espacio. Hubo peleas, gritos y desórdenes que ni Jonás ni su guardia se esforzaron en mitigar. Paca paseaba entre todos ellos con los ojos vacíos, con los brazos caídos, como una marioneta que se moviera a pesar suyo. Hubo algún vecino compasivo que se acordó de darle el pésame, otros no se atrevieron a acercarse a ella. Creo que ese fue el día en que se volvió vieja, muy vieja.

Después de este incidente, la vida transcurrió tranquila en el reino. La gente olvidó, o fingió olvidar, a la banda de ladrones. Compadecían a la vieja Paca y por eso todos la trataban con respeto, no mencionando nunca la causa de su desgracia. El rey Pablo fue, según los aldeanos, un gobernante cercano, atento a las necesidades del pueblo. Pensaban en su maravilloso regalo, abrir una vez a la semana las puertas del castillo para proveer a sus súbditos con un lugar donde encontrarse al calor del fuego. Todos recuerdan hoy al rey Pablo con cariño. Todos, menos la vieja Paca.

UN CUENTO MARAVILLOSO (1 de 3): UN MONTÓN DE PIEDRAS

Era un reino feliz, apenas una aldea rodeada de campos sembrados y un bosque donde proveernos de leña. No siempre había sido un reino, la vieja Paca aún recordaba los días de su infancia. Contaba que los conflictos eran pocos y solían resolverse en la plaza central, alrededor de una hoguera que se apagaba con las sobras del vino que sellaba el acuerdo en el que irremediablemente acababan todas las disputas. Nos hablaba de interminables veladas sembradas de discusiones, reproches o insultos que a veces se convertían en agresiones físicas. Esas veladas podían durar horas, incluso días, aunque con el paso del tiempo, las buenas artes de los ancianos, el calor del fuego y el vino que corría a mansalva, el cansancio o vete tú a saber qué otra cosa, hacía que las posturas se acercaran, los insultos se convirtieran en bromas y, al final, siempre se llegara a un acuerdo. Pero se gastaba mucho tiempo, le contestaban a la vieja Paca todos los que escuchaban su historia. La teníamos por medio loca y, aunque todos la tratábamos con respeto, muchos se reían a sus espaldas cuando hablaba de los viejos tiempos o, como ella los llamaba, los tiempos en que éramos ciudadanos en lugar de súbditos.

Nos gustaba nuestra vida. Teníamos trabajo, un techo, y cada sábado se hacía el mercado en la plaza central. Allí se encendía todavía el fuego, corría el vino a mansalva, pero solo hasta las doce. Se trataba de reuniones sociales, se cantaba, se cerraban negocios, se arreglaban matrimonios… No era un lugar para las disputas, para eso ya teníamos el juzgado. El día de mercado era sagrado, un día para disfrutar y para intercambiar chismes y cotilleos. Nada demasiado agresivo, nada perjudicial. Era un pasatiempo inofensivo del que disfrutábamos todos los súbditos del reino.

El reino se convirtió en reino no hacía tanto, por mucho que la mayoría lo hubiéramos olvidado. De vez en cuando, la vieja Paca nos narraba los orígenes del reino y entonces sí la escuchábamos con gusto, ya que eso se acercaba más a las habladurías que tanto placer nos provocaban. Nos contaba que el bisabuelo del rey, un hombre llamado Enrique, había sido un aldeano como los demás, tal vez más vago, o un gandul como decían los más ancianos.  Se lo veía siempre con un amigo, Jonás, un tipo grandote y más bien bruto con el que los demás aldeanos evitaban tener problemas. No era muy bueno argumentando, pero tenía las manos grandes como dos palas y podía tumbar a un adulto con una simple bofetada.

Un día, al volver de la siembra, los aldeanos encontraron a los amigos muy atareados apilando piedras cerca de la casa de Enrique. Al ir a preguntar por qué no habían ido al campo con los demás, Jonás los miró con tal cara que nadie quiso seguir indagando. Ya verían de qué se trataba, mientras no ocuparan la plaza central… Al poco tiempo una torre, más alta que cualquier otra casa del pueblo, se alzaba al lado del hogar de Enrique. Fue él mismo el que convocó una reunión esa noche, aunque no hubiera ningún conflicto o disputa a resolver, y explicó a los aldeanos el gran favor que les acababa de hacer. Había construido una torre para defender al pueblo.

“¿Defender al pueblo de qué?” respondieron los aldeanos. Jonás se levantó de un salto, dispuesto a saldar la disputa a su manera, pero Enrique se lo impidió. Habló largamente sobre los peligros que acechaban a la aldea, de los que nadie parecía haberse dado cuenta. Mucha gente no le tomó en serio, aunque otros sí. Aquella noche la reunión acabó pronto. El día siguiente Enrique y Jonás tampoco fueron al campo. Algunos aldeanos se indignaron, otros se dedicaron a reírse de sus pocas ganas de trabajar y, sorprendentemente, un grupo de aldeanos los justificó. Decían que los habían visto en la torre, vigilando, y no les parecía mal que alguien mirara por la seguridad de la aldea, en un momento en que las cosas parecían ir bien.

Así, poco a poco, la gente se acostumbró a que Jonás y Enrique dejaran de participar en las actividades del pueblo: la siembra, el cuidado de los animales, la recogida de leña... Como eran solo dos, con un poco de ajuste, el pueblo pudo cubrir su trabajo. Incluso reían al comentar que por suerte eran un par de vagos, así que el trabajo extra que tenían que asumir era poco. Cuando llegara el momento de repartir la cosecha o de hacer la matanza, ya pasarían cuentas con ellos. Al verse sin beneficios tendrían que volver a trabajar como el resto. Aquí, la vieja Paca cerraba los ojos y murmuraba algo así como “así debería haber sido… que trabajaran como el resto” y se quedaba triste. Siempre teníamos que azuzarla para que continuara con la historia.

Nos contó cómo, poco antes de la cosecha, Jonás apareció en el campo, los obligó a fuerza de sopapos a concentrarse ante la torre. Allí Enrique, muy alterado les comunicó que había visto un ejército acercándose a la aldea. Todos los adultos debían coger sus azadas, palos, lo que tuvieran a mano para ahuyentar a los invasores. Los aldeanos se lo tomaron a chanza, querían volver al trabajo. Fue Jonás el que los obligó a salir y a enfrentarse al “ejército”. En realidad, se trataba de un grupo de bandidos, que el pueblo pudo dispersar sin muchas dificultades. A Jonás y a Enrique no se los vio en ningún momento de la trifulca, aunque a la vuelta no dejaron de repetir como entre todos se habían desembarazado de lo que él llamó un ejército. Eso sí, nunca habrían podido hacerlo sin el aviso de Enrique y la organización de Jonás. El ejército creció alimentado por la retórica de Enrique y, por qué no decirlo, la vanidad de los aldeanos. Esa noche se celebró una fiesta para conmemorar la victoria, Enrique y Jonás fueron agasajados como los salvadores del pueblo, muy pocos se atrevieron a apuntar que ninguno de los dos había estado metido en la trifulca. Esa era una noche de celebración y Jonás parecía estar en todas partes, atento a los comentarios de los aldeanos.

Después de esto, nadie se opuso a que Jonás y Enrique obtuvieran su parte de la cosecha, la matanza, la leña, ya que tenían una ocupación mucho más importante: proteger al pueblo. La torre pronto tuvo su compañera, los muros de la casa de Enrique se hicieron más fuertes. Todo fue bastante lento y la gente ya se había acostumbrado a esa construcción que él llamaba castillo cuando un muro vino a partir la plaza central en dos. La mitad quedó en lo que Enrique llamaba el patio del castillo y serviría para que los aldeanos entrenaran. Era importante no bajar la guardia. Desde que Enrique había construido la torre, se avistaban ejércitos enemigos con bastante regularidad. La suficiente para que todos estuvieran de acuerdo con que Enrique formara un ejército, aunque fuera irregular que no lo hubiera consultado con el resto de la aldea.

Los hombres más jóvenes y fuertes fueron reclutados para el ejército. El resto de la aldea tuvo que asumir su trabajo, y esas manos sí que fueron echadas en falta. Sin embargo, siempre que parecía que la gente estaba a punto de explotar y a decirle a Enrique que dejara sus tonterías, sufrían un ataque, lo que les recordaba la necesidad de estar protegidos. Al final, hasta dejaron de resolver los conflictos en las reuniones de la plaza, que era demasiado pequeña desde que Enrique la dividió por la mitad. Además, muchos coincidieron con Enrique en que no podían permitirse el lujo de perder tanto tiempo en discusiones larguísimas para resolver un conflicto. Había mucho trabajo que hacer, y el modo en que el pueblo había resuelto siempre sus problemas no era nada eficiente. Enrique se ofreció a mediar, ya que al no sembrar ni cuidar animales sería una persona mucho más objetiva. Tal vez influyera el hecho de que la propuesta la hiciera con Jonás a un lado y los jóvenes del ejército repartidos alrededor de los aldeanos, tal vez fuera el agotamiento por el exceso de trabajo que debían asumir estos últimos, el caso es que la propuesta se aceptó sin discusiones.

Los años fueron pasando, Enrique se casó, tuvo un hijo y empezó a llamarlo “mi príncipe”. Caprichos de padre, pensaron los demás. Para celebrar el nacimiento de su hijo, Enrique agasajó al pueblo con una gran fiesta. Jonás se encargó de ir casa por casa para pedir donaciones para la fiesta. Sobra decir que nadie se atrevió a negarse. Esas donaciones se convirtieron en una costumbre anual, en cada aniversario del príncipe. Al cabo del tiempo, la gente se había acostumbrado a ellas y dejaron de preocuparse. A cambio, Enrique, les ofrecía una suculenta cena, vino a mansalva, música y malabares. Todo era poco para sus vecinos decía en las primeras fiestas. A cada fiesta acudía más elegante, más altivo. Un día, en el décimo aniversario de su hijo, Enrique apareció luciendo una corona preciosa, se dirigió a ellos como sus “queridos súbditos” mientras Jonás repartía monedas de oro para todos. Los aldeanos estaban tan absortos con la belleza de la decoración, el porte de Enrique y las hermosas monedas que les habían repartido que nadie le llevó la contraria. El rey Enrique I, a partir de un simple montón de piedras, había creado su reino.

sábado, 15 de enero de 2022

HORARIOS

En casa de una a seis

horas de hacer la colada

prepara el tupper

vete a la cama

y encaja un sueño de ocho horas

en las cuatro que robaste al día

 

El resto,

tiempo esclavo

de ocho a cinco lunes a viernes

día tras día

año tras año

vida tras vida

 

Enferma en sábado

que dure poco

llama a la mutua

pide la baja

vuelve mañana

y si contagias

quédate en casa

videollamada

gestión online

teletrabajo

tósele al codo

quédate en casa

 

Ay, si te casas

Buenas noticias

dos semanitas y engendra pronto

Queremos niños

nuevos esclavos

Tendrás seis meses para abrazarlo

y mucho menos si se te muere

Vuelve al trabajo

Es por tu bien

Date un descanso de diez minutos

Come si puedes

Hoy tienes curro

Sal a las siete

después del jefe

y vete al curso para formarte

en esas horas

que, nominalmente,

no tienen dueño

Limpia la casa

Baja hasta el súper

Evita el metro en las horas punta

Pide una cita para ese análisis

Ves al gimnasio que hay que cuidarse

Llama a tus padres

otra semana sin ir a verlos

No llega el tiempo para esas cosas

 

Y en esas horas que están vacías

vete al cine, o a una scape room

clases de yoga, posts en las redes

busca hotel en un pueblito

gasta la pasta y sé solidario

La economía te necesita

 

Si tienes suerte podrás ser viejo

que cada año es más difícil

Y usar las horas que te han dejado

En mirar obras

Sentarte en plazas

Tomar el sol

Y no hacer nada

más que pensar

en todo el tiempo

que te robaron

y no era de ellos

 

Ese tiempo

que era el tuyo

tú no lo usaste

y acabó muerto