sábado, 22 de enero de 2022

UN CUENTO MARAVILLOSO (1 de 3): UN MONTÓN DE PIEDRAS

Era un reino feliz, apenas una aldea rodeada de campos sembrados y un bosque donde proveernos de leña. No siempre había sido un reino, la vieja Paca aún recordaba los días de su infancia. Contaba que los conflictos eran pocos y solían resolverse en la plaza central, alrededor de una hoguera que se apagaba con las sobras del vino que sellaba el acuerdo en el que irremediablemente acababan todas las disputas. Nos hablaba de interminables veladas sembradas de discusiones, reproches o insultos que a veces se convertían en agresiones físicas. Esas veladas podían durar horas, incluso días, aunque con el paso del tiempo, las buenas artes de los ancianos, el calor del fuego y el vino que corría a mansalva, el cansancio o vete tú a saber qué otra cosa, hacía que las posturas se acercaran, los insultos se convirtieran en bromas y, al final, siempre se llegara a un acuerdo. Pero se gastaba mucho tiempo, le contestaban a la vieja Paca todos los que escuchaban su historia. La teníamos por medio loca y, aunque todos la tratábamos con respeto, muchos se reían a sus espaldas cuando hablaba de los viejos tiempos o, como ella los llamaba, los tiempos en que éramos ciudadanos en lugar de súbditos.

Nos gustaba nuestra vida. Teníamos trabajo, un techo, y cada sábado se hacía el mercado en la plaza central. Allí se encendía todavía el fuego, corría el vino a mansalva, pero solo hasta las doce. Se trataba de reuniones sociales, se cantaba, se cerraban negocios, se arreglaban matrimonios… No era un lugar para las disputas, para eso ya teníamos el juzgado. El día de mercado era sagrado, un día para disfrutar y para intercambiar chismes y cotilleos. Nada demasiado agresivo, nada perjudicial. Era un pasatiempo inofensivo del que disfrutábamos todos los súbditos del reino.

El reino se convirtió en reino no hacía tanto, por mucho que la mayoría lo hubiéramos olvidado. De vez en cuando, la vieja Paca nos narraba los orígenes del reino y entonces sí la escuchábamos con gusto, ya que eso se acercaba más a las habladurías que tanto placer nos provocaban. Nos contaba que el bisabuelo del rey, un hombre llamado Enrique, había sido un aldeano como los demás, tal vez más vago, o un gandul como decían los más ancianos.  Se lo veía siempre con un amigo, Jonás, un tipo grandote y más bien bruto con el que los demás aldeanos evitaban tener problemas. No era muy bueno argumentando, pero tenía las manos grandes como dos palas y podía tumbar a un adulto con una simple bofetada.

Un día, al volver de la siembra, los aldeanos encontraron a los amigos muy atareados apilando piedras cerca de la casa de Enrique. Al ir a preguntar por qué no habían ido al campo con los demás, Jonás los miró con tal cara que nadie quiso seguir indagando. Ya verían de qué se trataba, mientras no ocuparan la plaza central… Al poco tiempo una torre, más alta que cualquier otra casa del pueblo, se alzaba al lado del hogar de Enrique. Fue él mismo el que convocó una reunión esa noche, aunque no hubiera ningún conflicto o disputa a resolver, y explicó a los aldeanos el gran favor que les acababa de hacer. Había construido una torre para defender al pueblo.

“¿Defender al pueblo de qué?” respondieron los aldeanos. Jonás se levantó de un salto, dispuesto a saldar la disputa a su manera, pero Enrique se lo impidió. Habló largamente sobre los peligros que acechaban a la aldea, de los que nadie parecía haberse dado cuenta. Mucha gente no le tomó en serio, aunque otros sí. Aquella noche la reunión acabó pronto. El día siguiente Enrique y Jonás tampoco fueron al campo. Algunos aldeanos se indignaron, otros se dedicaron a reírse de sus pocas ganas de trabajar y, sorprendentemente, un grupo de aldeanos los justificó. Decían que los habían visto en la torre, vigilando, y no les parecía mal que alguien mirara por la seguridad de la aldea, en un momento en que las cosas parecían ir bien.

Así, poco a poco, la gente se acostumbró a que Jonás y Enrique dejaran de participar en las actividades del pueblo: la siembra, el cuidado de los animales, la recogida de leña... Como eran solo dos, con un poco de ajuste, el pueblo pudo cubrir su trabajo. Incluso reían al comentar que por suerte eran un par de vagos, así que el trabajo extra que tenían que asumir era poco. Cuando llegara el momento de repartir la cosecha o de hacer la matanza, ya pasarían cuentas con ellos. Al verse sin beneficios tendrían que volver a trabajar como el resto. Aquí, la vieja Paca cerraba los ojos y murmuraba algo así como “así debería haber sido… que trabajaran como el resto” y se quedaba triste. Siempre teníamos que azuzarla para que continuara con la historia.

Nos contó cómo, poco antes de la cosecha, Jonás apareció en el campo, los obligó a fuerza de sopapos a concentrarse ante la torre. Allí Enrique, muy alterado les comunicó que había visto un ejército acercándose a la aldea. Todos los adultos debían coger sus azadas, palos, lo que tuvieran a mano para ahuyentar a los invasores. Los aldeanos se lo tomaron a chanza, querían volver al trabajo. Fue Jonás el que los obligó a salir y a enfrentarse al “ejército”. En realidad, se trataba de un grupo de bandidos, que el pueblo pudo dispersar sin muchas dificultades. A Jonás y a Enrique no se los vio en ningún momento de la trifulca, aunque a la vuelta no dejaron de repetir como entre todos se habían desembarazado de lo que él llamó un ejército. Eso sí, nunca habrían podido hacerlo sin el aviso de Enrique y la organización de Jonás. El ejército creció alimentado por la retórica de Enrique y, por qué no decirlo, la vanidad de los aldeanos. Esa noche se celebró una fiesta para conmemorar la victoria, Enrique y Jonás fueron agasajados como los salvadores del pueblo, muy pocos se atrevieron a apuntar que ninguno de los dos había estado metido en la trifulca. Esa era una noche de celebración y Jonás parecía estar en todas partes, atento a los comentarios de los aldeanos.

Después de esto, nadie se opuso a que Jonás y Enrique obtuvieran su parte de la cosecha, la matanza, la leña, ya que tenían una ocupación mucho más importante: proteger al pueblo. La torre pronto tuvo su compañera, los muros de la casa de Enrique se hicieron más fuertes. Todo fue bastante lento y la gente ya se había acostumbrado a esa construcción que él llamaba castillo cuando un muro vino a partir la plaza central en dos. La mitad quedó en lo que Enrique llamaba el patio del castillo y serviría para que los aldeanos entrenaran. Era importante no bajar la guardia. Desde que Enrique había construido la torre, se avistaban ejércitos enemigos con bastante regularidad. La suficiente para que todos estuvieran de acuerdo con que Enrique formara un ejército, aunque fuera irregular que no lo hubiera consultado con el resto de la aldea.

Los hombres más jóvenes y fuertes fueron reclutados para el ejército. El resto de la aldea tuvo que asumir su trabajo, y esas manos sí que fueron echadas en falta. Sin embargo, siempre que parecía que la gente estaba a punto de explotar y a decirle a Enrique que dejara sus tonterías, sufrían un ataque, lo que les recordaba la necesidad de estar protegidos. Al final, hasta dejaron de resolver los conflictos en las reuniones de la plaza, que era demasiado pequeña desde que Enrique la dividió por la mitad. Además, muchos coincidieron con Enrique en que no podían permitirse el lujo de perder tanto tiempo en discusiones larguísimas para resolver un conflicto. Había mucho trabajo que hacer, y el modo en que el pueblo había resuelto siempre sus problemas no era nada eficiente. Enrique se ofreció a mediar, ya que al no sembrar ni cuidar animales sería una persona mucho más objetiva. Tal vez influyera el hecho de que la propuesta la hiciera con Jonás a un lado y los jóvenes del ejército repartidos alrededor de los aldeanos, tal vez fuera el agotamiento por el exceso de trabajo que debían asumir estos últimos, el caso es que la propuesta se aceptó sin discusiones.

Los años fueron pasando, Enrique se casó, tuvo un hijo y empezó a llamarlo “mi príncipe”. Caprichos de padre, pensaron los demás. Para celebrar el nacimiento de su hijo, Enrique agasajó al pueblo con una gran fiesta. Jonás se encargó de ir casa por casa para pedir donaciones para la fiesta. Sobra decir que nadie se atrevió a negarse. Esas donaciones se convirtieron en una costumbre anual, en cada aniversario del príncipe. Al cabo del tiempo, la gente se había acostumbrado a ellas y dejaron de preocuparse. A cambio, Enrique, les ofrecía una suculenta cena, vino a mansalva, música y malabares. Todo era poco para sus vecinos decía en las primeras fiestas. A cada fiesta acudía más elegante, más altivo. Un día, en el décimo aniversario de su hijo, Enrique apareció luciendo una corona preciosa, se dirigió a ellos como sus “queridos súbditos” mientras Jonás repartía monedas de oro para todos. Los aldeanos estaban tan absortos con la belleza de la decoración, el porte de Enrique y las hermosas monedas que les habían repartido que nadie le llevó la contraria. El rey Enrique I, a partir de un simple montón de piedras, había creado su reino.

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