sábado, 22 de enero de 2022

UN CUENTO MARAVILLOSO (2 de 3): EL CALABOZO

 Del hijo del rey Enrique, el rey Pablo, nos acordábamos todos. Lo considerábamos un buen rey, a pesar de que la vieja Paca afirmaba que solo había un buen rey: el muerto. Se había ganado más de un sopapo y alguna noche en el calabozo por esas palabras, nada grave. Del rey Pablo poco sabíamos, lo veíamos en las fiestas anuales por su cumpleaños, le pagábamos los impuestos y nos manteníamos alejados de Jonás hijo, que había seguido los pasos de su padre y se había convertido en la mano derecha del rey. Como su padre, era un hombre más dado al sopapo que al diálogo, y no tenía sentido del humor. En una ocasión le pegó tal puñetazo a un juglar que le dedicó unos versos jocosos, que le saltó todos los dientes. El pobre pasó el resto de su vida alimentándose a base de purés y cremas. Fue este Jonás el que mandó construir la prisión en la aldea, ya que nunca antes se había utilizado tal cosa. Cierto es que el nuestro era un reino tranquilo, y que aparte de peleas, algún que otro robo, no teníamos muchos incidentes. Es más, cuando algo de esto pasaba, nos servía como distracción de las duras jornadas de trabajo.

Yo era un niño entonces, pero sé que la prisión nos provocó curiosidad al principio. Algunos se alegraron, decían que lo suyo era separar a la gente de bien de los maleantes. Otros, por el contrario, se quejaron de que había cosas más necesarias que construir una prisión. Por ejemplo, la plaza era muy pequeña y no teníamos ningún lugar para reunirnos. Decidieron formar una comisión para ir a hablar con el rey Pablo. Él los recibió muy amablemente, como siempre. Se decía que él era menos estirado que su padre, que sabía cómo comportarse. Les prometió pensar en ello y encontrar una solución, con lo que los aldeanos volvieron triunfantes. Se jactaron de que al rey solo había que explicarle las cosas bien, y que él proveería por el reino. Al fin y al cabo, ese era su cometido. Los demás aldeanos quedaron impresionados, todos pensaban que iban a volver con el rabo entre las piernas. Alguien sugirió que podían hablarle al rey de otros problemas, por ejemplo, los impuestos habían subido año tras año, incluso cuando se habían encadenado varias malas cosechas seguidas, como pasó entonces. Apenas habíamos conseguido pasar el pasado invierno, el presente prometía ser mucho más duro. Las reservas comunales ya no existían, nadie podía permitirse dejar parte de la cosecha como fondo común. Tal vez el rey, en su magnanimidad podría rebajar o incluso perdonar los impuestos de aquel año. O dejar que los jóvenes volvieran al campo, en lugar de estar en la guardia del rey. María, la hija de la vieja Paca, se entusiasmó, recogió las quejas de todos los aldeanos y los instó a organizarse. Era una mujer enérgica, la primera en salir al campo, dispuesta a ayudar y también a divertirse. Aunque era joven, todos la tenían por sabia y no era raro que acudieran a ella como mediadora en los conflictos, ya que la justicia del rey siempre acaba costando algo a ambas partes, y muchos aldeanos no se podían permitir esos pequeños costes que el rey sabía justificar tan bien.

Por eso fue una sorpresa para todos que se dedicara a robar grano de la siembra. Tenía la cuadra llena de sacos de trigo, tantos que resultaba imposible de explicar cómo los había escondido tan bien. Los aldeanos no daban crédito, no entendían cómo había podido acumular tanto grano. Se montó una turba, los aldeanos estaban dispuestos a acabar con ella. Solo la intervención de la guardia, con Jonás al frente, la salvó. La llevaron al calabozo, junto con sus padres y hermanos. Ella se fue con la cabeza alta, como si no tuviera nada de lo que avergonzarse. Aquella noche soltaron a Paca y los hermanos pequeños. A María, su padre y hermana mayor, los acusaron de traición, así como a los miembros de la comitiva. Según explicaba el edicto del rey, uno de los miembros (nunca se supo quién) de la banda de María se había arrepentido de sus pecados y había delatado al resto. La aldea quedó impactada, nadie sabía qué pensar y, por mucho trigo que hubiera robado, María era una persona muy querida en la aldea. La gente estaba preocupada, triste. Durante días no llegaron noticias del castillo, no se permitió la entrada ni salida de nadie.

El domingo siguiente, los ánimos estaban por los suelos. Cuando Jonás vino a convocarlos para el discurso del rey, la gente se acercó despacio, sin el habitual miedo a recibir un sopapo. Al llegar al castillo, quedaron sin palabras. Las puertas del patio estaban abiertas, el rey los saludaba desde un balcón elevado. Así les hizo saber que, dado que el bienestar de la aldea era una de sus preocupaciones, había decidido ceder el patio del castillo para que, una vez a la semana, se celebrara un mercado. Los ciudadanos podrían allí intercambiar sus mercancías, habría vino, baile, y un gran fuego. En fin, sería todo como antes. Nadie daba crédito, les pareció demasiado generoso para ser verdad. Del fondo de los corazones salió un grito espontáneo de “Viva el rey” y una salva de vítores recibió las jarras de vino que el rey les repartió generosamente. Aunque Paca comentó que esas eran las uvas recogidas por el pueblo, nadie le hizo caso, no querían que les amargaran la alegría del momento, esa muestra de afecto que les llegaba en un momento tan doloroso.

De María, su padre y hermana y el resto de ladrones de trigo no se volvió a hablar. Durante la semana se informó de que habían sido juzgados y ejecutados por traición, un juicio que, por precaución, se celebró a puerta cerrada. Los aldeanos estaban demasiado ocupados rellenando los impresos que les permitirían alquilar un puesto en el mercado, intentando obtener el mejor espacio. Hubo peleas, gritos y desórdenes que ni Jonás ni su guardia se esforzaron en mitigar. Paca paseaba entre todos ellos con los ojos vacíos, con los brazos caídos, como una marioneta que se moviera a pesar suyo. Hubo algún vecino compasivo que se acordó de darle el pésame, otros no se atrevieron a acercarse a ella. Creo que ese fue el día en que se volvió vieja, muy vieja.

Después de este incidente, la vida transcurrió tranquila en el reino. La gente olvidó, o fingió olvidar, a la banda de ladrones. Compadecían a la vieja Paca y por eso todos la trataban con respeto, no mencionando nunca la causa de su desgracia. El rey Pablo fue, según los aldeanos, un gobernante cercano, atento a las necesidades del pueblo. Pensaban en su maravilloso regalo, abrir una vez a la semana las puertas del castillo para proveer a sus súbditos con un lugar donde encontrarse al calor del fuego. Todos recuerdan hoy al rey Pablo con cariño. Todos, menos la vieja Paca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario