martes, 8 de junio de 2021

RITOS DE DUELO

El día que murió Franco, mi abuela tapó todos los espejos de casa con trapos negros. A todos les pareció normal, era lo que se esperaba de la mujer de don Roque. En aquellos tiempos, como dijo Ursula K. Le Guin, las mujeres aún no se habían inventado, y menos las mujeres viejas. Mi abuela era, debía ser, el reflejo fiel y perfecto de la figura de mi abuelo, un fascista convencido y, como se decía entonces, afecto al régimen.

Para todos, ella era la esposa sumisa, callada, hacendosa. La mujer narrada por Helena Francis: la que esperaba al marido despierta, sonriente, llegara a la hora que llegara. Era la que cerraba los ojos y lavaba las manchas de carmín en sus camisas, lo aguantaba borracho, la que solo sabía decir que sí. La que se mordía la lengua. Impotente.

Para mí, mi abuela solo aparecía por la noche, cuando se colaba en mi cuarto a explicarme historias de la guerra, de su familia. Mi abuela era la que decía tacos y llamaba cerdos a los fascistas “pero no se lo digas a nadie”. Mi abuela era ese personaje de película que había huido de su pueblo, de un pasado demasiado rojo para la negrura del momento. Era la adolescente que había llegado a la ciudad sin pasado, sin nada, y había sobrevivido al hambre, a la miseria.

La mujer que se casó con el abuelo Roque, no sé quién era. Supongo que era el reflejo invertido de mi heroína. Era la que había tenido miedo. Tal vez pensó que el mejor lugar donde esconderse sería al lado del enemigo.

En cualquier caso, la que colgó los trapos negros fue mi abuela, no su reflejo. Lo sé porque ella misma me explicó como los muertos a veces se esconden en los espejos, y desde allí nos espían. No pueden hacernos nada, eso no. Pero sí pueden enviar mensajes. Y mi abuela no quería que Franco le dijera a mi abuelo cómo habíamos bailado (a escondidas) por su muerte, aunque llegara demasiado tarde. Mi abuela decía que no está bien alegrarse por la muerte de nadie, pero que peor era ser un cerdo asesino fascista.

Dos años después, cuando murió el abuelo Roque, la abuela quitó todos los trapos, se pintó los labios con el color que según él era para fulanas (y que ella tantas veces tuvo que limpiar de sus camisas) y pusimos la radio al máximo, por primera vez en esa casa. Espero que la abuela tuviera razón, y que mi abuelo pudiera vernos bailar y abrazarnos desde el otro lado del espejo. Obligado a callar y a aguantarse la rabia. Impotente.

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