sábado, 4 de julio de 2015

BAUTISMO

Bautizo en la plaza mayor. La suicida se acerca a la ventana para no perderse el espectáculo. Cuenta hasta tres, respira profundamente, sube al alféizar. En la plaza, la vida entra en pausa. Se hace el silencio, solo roto por un perro que se atragantó con un ladrido. Es verano. Pero hace frío. Los farolillos, el ponche, el do sostenido de la orquesta y el niño dejan de tener sentido. El niño ni siquiera es guapo, piensa una vecina. Algunos se sienten culpables por asistir al bautizo, pero ¿qué podían hacer?

En la ventana, ella decide. Actuar. Se inclina lentamente. Para. Sesenta grados respecto a la pared (unos cincuenta y siete respecto a la vertical perfecta, el edificio es viejo). Las palmas la sostienen. No aguantará mucho tiempo. ¿Llora? ¿Está triste? Difícil saberlo desde tan lejos. La otra mujer (la legítima) aferra el niño contra el pecho, le tapa los ojos. Las vecinas empiezan a murmurar. El niño cada vez es más feo. El hombre está pálido, finge que no pasa nada. Sirve vino, le da la espalda de nuevo. Esto no es gratuito. Le da la espalda de nuevo. El hombre piensa que está loca, mientras pregunta si tinto o blanco. Le tiembla la mano. Ochenta y cinco grados. A ella las manos no le tiemblan, es sudor. O es odio. Alguien dijo que el odio es fluorescente.

El niño es mío, grita. El niño es mío, aflojas las manos. El niño es mío, las vecinas ahogan un grito.

El niño feo llora. Se desata el drama. Escándalo. Ahora sí que están con ella. Su madre, el niño llora por su madre. La madre mancha de rojo la plaza. Quizá alguien le escriba un poema. La otra mujer (la legítima) le da un biberón. El niño come. Ya no llora. Ahora, aún es más feo.

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